Después de muchos titubeos y zigzagueos desde el rotundo NO en la oposición, o tempora o mores, Felipe González decidió apostar por el Sí a la OTAN. El 31 de enero de 1986 convocó un referéndum, que se celebró tres meses después, el 12 de marzo. Prácticamente solo contra todos ganó con el 56,85% que dijo sí frente al 43,15% que votó no.
Manuel Fraga, jefe de Alianza Popular, placenta del PP, no tuvo esta vez su pregonado ‘sentido de Estado’, y mandó abstenerse. Creyó que el presidente socialista iba a perder la consulta y que, en consecuencia, tendría que dimitir. Pero como en tantas ocasiones en que se confunden los deseos con la realidad, consiguió lo contrario: consiguió elevar a Felipe González a la condición de gran estadista europeo, que ayudó a sus socios en uno de los momentos más difíciles para Europa.
Estaba en su apogeo la crisis de los misiles desatada porque la URSS decidió romper el ‘statu quo’ e instalar nuevos misiles de crucero en el ‘teatro europeo’, los SS-20, que ponían a su alcance cualquier ciudad hasta Reino Unido y más allá. La OTAN contestó sin fisuras y con una respuesta contundente: cuatro años de plazo para negociar con Breznev su retirada, y si fracasaba esta fase de diplomacia, instalar 108 misiles Persing II en la RFA y 468 BGM-109G en Reino Unido, Italia, Bélgica y Holanda. Con este nuevo armamento la OTAN tendría a Moscú dentro de su alcance nuclear. Esto crispa a la Plaza Roja que utiliza la ley del embudo.
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